Pocas ciudades como Sitges presentan contrastes tan agudos en tan poco espacio. Poco menos de cien metros separan la playa de Sant Sebastiá del museo del Cau Ferrat. Cien metros que semejan cien años. Y a fe que así es. Mientras los guiris se tuestan en la playa, en el Cau Ferrat nos disponemos a pasar una inolvidable velada musical. Los de la playa, con el loro y el chiki-chiki a todo trapo, más que melómanos diríase que devienen serios opositores a melanoma, a tenor del sol que se bate sobre la arena. Abandono el paseo-parrilla y me dispongo a adentrarme por la calle Fonollar con la misma ilusión de un romántico viajero en el tiempo. Imagino a Picasso paseando por esa misma callejuela, acompañado de su mujer Olga, la sofisticada bailarina rusa de los ballets de Diaghilev. Picasso pasó en 1933 por Barcelona y se escapó un día entero a Sitges dispuesto a revisitar la guarida de su viejo amigo Rusiñol, convertida cuatro meses antes en museo público. Franqueo la puerta y vuelvo a experimentar la emoción de entrar en un local que es historia viva de la cultura catalana y peninsular. Durante años, Sitges –y por ende el Cau Ferrat– era todo un referente de modernidad gracias a Rusiñol y, sobretodo, a su vis atractiva sobre artistas catalanes, españoles e internacionales de toda raza y pelaje. Ese azulete de las paredes del Cau –el mismo azul del soberbio retrato del director de La Vanguardia, Modesto Sánchez Ortiz– nos recibe con sus cuadros, hierros y cerámicas dispuestos como esos gabinetes de curiosidades de antaño que prefiguraron la museística actual.
El local, lleno a rebosar, ha desafiado con éxito la maldición de haber sido programado coincidiendo con un partido de fútbol, uno de esos de postín. Ni por ahí. El motivo era la presentación de Els sons del Cau, un proyecto del Consorci de Patrimoni de Sitges que ha contado con el asesoramiento de los doctores Teresa-M. Sala y Xosé Aviñoa. Els sons del Cau trata de rescatar la dimensión musical de un espacio, de recuperar una tradición musical que allí se dio cita en el pasado. Se trata, en definitiva, de poner banda sonora a un entorno y a una época. Pero, ojo, sin forzar nada: todos esos músicos, de una forma u otra, estuvieron vinculados a Rusiñol o al Cau Ferrat. A la espera de que carnalice más adelante en formato musical, de momento se ha editado un delicioso programa de mano donde se vinculan piezas musicales a diversas obras del Cau. El director del Consorci, Antoni Sella, saca toda su charme y oficia la ceremonia de presentación. Su ademán y su pose, por momentos, me hace pensar en los célebres anfitrionajes de Rusiñol: Sella es el actual senyor del Cau, título iniciado por don Santiago. Su hablar cadencioso y enfático a la vez, sin concesión a la hipérbole ni al aspaviento, contiene la fuerza de los que hablan desde una pasión real y sentida.
Empieza el espectáculo. Un servidor está sentado en la recepción del Cau. A mi derecha, las escaleras que dan al primer piso; a mi izquierda, escorado en un saliente del Cau, casi sobre mi testa, “El parque del Moulin de la Galette”, uno de los grandes óleos que Santiago nos ha dejado de París. Un poco más a la izquierda, a la misma altura, señorea el majestuoso “Palacio abandonado” que Rusiñol inmortalizara en Víznar, Granada. Precisamente esta obra ilustra la primera pieza del concierto, unas notas de piano. Se trata del “preludio” de El Jardí abandonat, compuesto por Joan Gay para la obra homónima de Rusiñol. De momento, nada hace presagiar lo que va a venir. Con otras magníficas enmedio, pasamos del decadente jardín de Gay al vital y mundano Bizet con las notas de Carmen que ponen el viejo Cau boca abajo, diríase que transmutado en un cabaret del París cachondo que conoció el joven Santiago. Pero a mi entender el punto de emoción máxima de la velada lo protagonizó Noches en los jardines de España, de Manuel de Falla. Desafiando todas las leyes de la física, convergen en el liliputiense escenario improvisado un piano y los cuerpos y las voces de dos hadas-cantoras. Para ilustrar esa pieza musical, Sala ha escogido el óleo Gitana del Albaicín, de Rusiñol, el perfil de una preciosa gitana de mirada perdida y melancónica que compite en belleza con el sublime rojo carmín del mantón que viste.
Después del terremoto Carmen, y tras ser sometidos a un tobogán de sensaciones bien diversas, el concierto languidece con las mismas notas de Gay con que había empezado. Musicalmente, y entre otros, han convergido dos polos bien opuestos de la biografía de Rusiñol: el entorno parisino, canalla y vividor, pero también el simbolista, el introvertido, seguramente el más real. Otra atronadora ovación cierra el final del acto y los asistentes nos disponemos a dar cuenta de unas copas de cava que nos esperan en el espacio del brollador. Rompiendo una larga –y lógica– tradición, Sella permite que se abra la puertecilla por la que se accede al pequeño torreón que Rusiñol se hizo anexar al Cau Ferrat. Ese torreón circular, blanquecino, de unos dos metros cuadrados, permite una extraordinaria vista sobre un Mediterráneo que rompe con fuerza contra las rocas que amablemente nos sustentan. Despues me entero que Manuel de Falla compuso parte de Noches en los Jardines de España precisamente en el Cau Ferrat, invitado por Rusiñol. No me extraña en absoluto. Es más, ahora lo entiendo todo: la más bella, la más emotiva, la más sugerente de todas las piezas que oí ese día había sido concebida también ahí, entre esas paredes. No es habitual oir una melodía en el mismo lugar donde fue compuesta, esto esconde sin duda un considerable valor añadido. Pruebo de imaginarme a don Manuel, a la hora del crepúsculo, sentado en el torreón. Lo imagino oteando los ocres y azules del horizonte y repasando mentalmente las notas de esas Noches en los jardines de España. Cien años después, esa misma melodía, compuesta entre brisa y salitre, nos redimiría momentáneamente del chiki chiki playero que nos acecha, implacable, en cada esquina.
Eduard Vallés