El silencio lo cubrió todo: los coches, las sirenas, las voces… el ruido enmudeció. El hormigón, el acero y el asfalto se convirtieron en piedra, herro y madera al cruzar el arco. El sonido de los pájaros se fue afinado, no pude evitar quedarme unos minutos en la plaza sintiendo como el sol se colaba entre las hojas de los árboles y la brisa me provocaba una sensación que sólo podía encontrar en el pueblo… reaccioné… estoy en Barcelona.
La cidad desapareció durante tres horas. En este tiempo recorrí el claustro, cada panda ofrecía un camino, un sube y baja hacia las dependencias monásticas. La sobriedad y frialdad del lugar se disimulaba con el huerto del jardín con una cuarentena de plantas, variadas, diferentes que me hizo pensar en el huerto vecinal que había visto al bajarme del autobús. Los vecinos habian creado un pequeño huerto en el solar colindante al monasterio y cada uno de ellos tenia una parcela donde plantaban sus cultivos, todos ellos señalados con un cartel como en el museo.
Seguí caminando, de pronto: música. Entré en la sala, era una exposición sobre las plantas que había visto en el jardín pero la música lo llenaba todo… miré hacia afuera… me sorprendió la capacidad del todo para evocar en mi una sensación romántica al contemplar el conjunto, la arquitectura, la soledad y recordé las palabras de la guía de la entrada a un grupo de holandeses: “las clarisas no salían de aquí ni muertas”.
La sala de los “Tesoros” me provocó frialdad y tristeza pese a que los colores intentaban dar acogimiento y calor al visitante. La magnitud de la sala me hizo sentir pequeña y pensar durante un segundo nuevamente en la soledad del lugar, en el “ora et labora”, en los cantos de las comidas y en la fría enfermería. Avancé por la exposición paseando la vista por las piezas expuestas: escultura, mobiliario y pinturas que ocupaban el espacio que un día fue el dormitorio del monasterio.
Seguí caminado por el claustro. Minúsculas celdas se abrían a los lados: jaulas.
La gran cocina con sus ollas, molinillos, cerámica. El refectorio con la sillería de madera y un gran Cristo en la cabecera. La enfermería fría y desoladora que se camuflaba con los paneles explicativos de la exposición. La bodega, un sin sentido de objetos y armarios de escasa altura que se repartían por la estancia sin orden aparente: humedad.
A lo largo del recorrido los objetos, estancias, textos, fueron creando en mi una visión real y concreta de la vida en el monasterio pero mucho mas quedaba suelto a mi imaginación. La gente casi no habalba o lo hací muy bajito, como respetenado el “silencio monacal” que lo inundaba todo.
Finalmente llegué a la sala capitular, entre los paneles de las restauraciones vi en el suelo las lápidas, las palabras de la guía volvieron a mi cabez: “… no salían ni muertas…”
Elena Morán Fernández
Una illa de pau fora del soroll habitual de la ciutat central. Allà un hi pot escoltar el silenci. Enyorem i sentim nostàlgia d’alguna cosa que hem perdut. Un espai sagrat que convida a la meditació en un emplaçament privilegiat. Els diumenges pots anar a prendre xocolata desfeta amb melindros i visitar els espais d’un monestir de clausura del que sor Eulàlia Anzizu va escriure una primera història a finals del segle XIX.
M’agrada perdre’m per Pedralbes algun diumenge al matí i sentir les campanes del seu campanar…
Teresa